Díaz-Plaja, Fernando. El español y los siete pecados capitales. Círculo de Lectores. Barcelona, 1969.
Fernando Díaz-Plaja (Barcelona, 1918- Montevideo, 2012). Licenciado en
Filosofía y Letras por la Universidad de Barcelona y Doctorado en Historia por
la Universidad de Madrid. En el ámbito profesional se inició como lector de
español en diversas ciudades europeas, como Milán, Bari o Heidelberg. Con el
tiempo se convirtió en profesor universitario de literatura, desarrollando su
labor por todo el continente americano, tanto en la zona de tradición anglosajona
(Stanford, Santa Bárbara y Pennsylvania) como en el ámbito hispanoamericano
(Puerto Rico y Rio de Janeiro). Durante
sus prolongadas estancias en el extranjero ejerció también de corresponsal para
los diarios ABC y La Vanguardia. El reconocimiento cómo
profesional de la información le sobrevino en el año 1992, con la concesión del
premio al mejor artículo nacional José María Pemán.
Su obra literaria resulta sencillamente abrumadora, habiendo publicado
hasta 150 títulos en los que aborda gran variedad de géneros como el ensayo, la
literatura, la historia, la biografía o el costumbrismo.
Apasionado viajero, se convirtió en un voyeur
de lo folclórico; deleitándose con la observancia de los usos e inclinaciones
de los pueblos que visitaba. En éste campo, se distinguieron los siguientes
trabajos: La vida norteamericana
(1955), El italiano y los siete pecados
capitales (1970), El francés y los
siete pecados capitales (1980), La
vida cotidiana de la España romántica (1993), El
uruguayo los siete pecados capitales (2008).
Y de todos sus libros, El español y
los siete pecados capitales (1966) fue el más celebrado, pues se mantuvo entre
los primeros puestos durante los cuatro años siguientes a su publicación, lo
que le encumbró al millón de ejemplares vendidos.
La exaltación de los aspectos veniales del pueblo al que le tocó pertenecer
se convierte en una sátira de los males que adolecían. Muchos españoles de hoy no
se reconocerán en sus palabras, pero no sé debe olvidar el contexto histórico:
el tardofranquismo y la obsesión tiránica del régimen por vindicar la
supremacía española en cada momento y lugar[1].
La obra de Díaz-Plaja supuso por lo tanto un alivio para la razón, una llamada
a la conciencia del pueblo español para que éste comenzase poco a poco a
despertar tras décadas de languidecer cultural.
Los conocimientos literarios e históricos y sus propias vivencias son la base
de las reflexiones de Díaz-Plaja y sirve de ellas para enjuiciar el grado de incidencia de
los pecados capitales[2] en
el cliché nacional. Véase a continuación un breve esbozo de sus consideraciones:
Soberbia. El alemán hace uso de la expresión “orgulloso como un
español” cuando quiere enfatizar en alguien dicho atributo. De Américo Castro,
Díaz-Plaja recoge la hipótesis de qué la altivez del español sea una herencia
islámica. La consecuencia funesta, resuelve, es que despierta en su carácter un
individualismo abocado a la perdición. La historia pone numerosos ejemplos de
dicha conducta, como lo fue la
emancipación de las Américas, prácticamente liderada por criollos[3] o
sin tener que cruzar el charco, las tensiones habidas en el terreno patrio
desde el momento mismo de la creación del Estado Moderno.
Avaricia. Díaz-Plaja no consideraba en modo alguno que el español tuviera un carácter avaro, más al contrario y connatural a los pueblos que viven
bajo el umbral de la pobreza, compartía gustosamente lo poco que tenía.
Lujuria. La fijación por el sexo del español es obsesiva y
constante. Ya desde tiempos remotos sus vecinos europeos se asombraron de su
promiscuidad, que tiene su mayor exponente en el mestizaje surgido durante la
Conquista. Díaz-Plaja halló en la laxitud de la moral católica la explicación a
tal comportamiento.
Ira. “De palabra áspera y amenaza pronta” así definía la convergencia
del español a la provocación. Conocedor de más de siete idiomas, advertía como
ninguna otra lengua tenía tanta violencia como la española[4]. El
lector versado en historia patria reconoce prontamente como las guerras
fratricidas jalonan nuestra historia.
Gula. Aquí el autor hace una distinción entre el español rico
y el pobre. Las clases gobernantes siempre se jactaron de su opulencia, de las
que el apetito era un signo de ostentación más. El pueblo llano no disponía de
viandas para yantar.
Envidia. Díaz-Plaja, como otros tantos literatos, era de los que arriesgaba
por el origen español de Caín. Se lamentaba de que el morador de la Piel de
Toro fuera incapaz de admirar a alguien si con ello no podía odiar a un tercero[5]. Una
animadversión que se incrementaba cuando el detestado se trataba de un
compatriota. Díaz-Plaja meditaba cómo hiciera un siglo antes el poeta catalán
Joaquím María Bartrina: “Si habla mal de España, es español”.
Pereza. La ociosidad del español es proverbial. El autor
considera que la geografía y las costumbres gastronómicas influyeron
notablemente en su raigambre. Algo debe
de haber de cierto, indica el autor, cuando en España el trabajo manual fue
considerado un deshonor hasta tiempos de Carlos III.
[1] Los pueblos que anteponen lo propio
sobre lo foráneo por puro narcicismo sólo hacen gala de su escaso refinamiento.
[2] Seleccionados por Gregorio
Magno, pontífice romano entre los años
594 y 604 dC, quien toma prestado de Evragio Póntico (s.IV) y Juan
Casiano (s.V) la consideración de los pecados. Póntico y Casiano añadían tres
vicios más a sus listas: la tristeza, la vanagloria y la ebriedad, sólo que
esta última no la distinguían de la gula. San Gregorio Magno
prescindió de ellas y se decantó por limitar la lista a los siete
pecados de hoy: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza.
[3] Hijos de peninsulares e inclusive
naturales de España, como lo fue don José Tomás Boves.
[4] En aquellos tiempos todavía pervivía
aún más que hoy la crudeza del lenguaje, fruto de la inmediatez de la guerra.
[5] Cita ejemplos de odio
viscerales en el mundo taurino, por ser el deporte rey en aquellos momentos.
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