El poder abasí llegó a su apogeo. Harún (Aaron el Justo, Califa de Bagdad en el 786 dC.) atacó repetidamente Asia Menor, pero siempre, al parecer, en respuesta de alguna agresión del Imperio Bizantino. Después de una de éstas agresiones, Harún escribió una famosa y breve réplica al emperador bizantino: “He recibido tu carta hijo de un infiel, y no oirás mi respuesta, la verás”. (El Cercano Oriente, Isaac Asimov).


miércoles, abril 02, 2014

¿Por qué no soy cristiano? de Bertrand Russell

Bertrand Russell (Trellech, 1982 – Penrhyndeudraeth, 1970) es una de las grandes autoridades del ateísmo. En 1927 publicó Why I am not a Christian and other essays on religion and related subjects[1] , donde expone su criterio sobre los principios religiosos cristianos. El título del libro se tomó prestado de una conferencia celebrada el 6 de marzo de dicho año en el Ayuntamiento de Battersea (Londres) donde Russell acudió como ponente invitado de la Sociedad Laica Nacional. Dado la imposibilidad de reproducirla íntegramente, se expondrán los principales planteamientos y argumentaciones.

¿Por qué no soy cristiano?

Russell considera que un cristiano del siglo XX debe de cumplir, como mínimo, tres obligaciones, a saber: creer en Dios, tener convencimiento de la inmortalidad del alma y considerar que si no el Mesías, Cristo fue al menos el mejor de los hombres.

A continuación contrarresta los argumentos que la Iglesia ha utilizado para corroborar racionalmente la existencia de la divinidad:

La causa primera

Los primeros cristianos consideraron que Dios era la causa primera del todo porque todo, argüían, debía de tener una causa.  Russell recurre a John Stuart Mill quién rebatió este silogismo mediante la formulación de la siguiente pregunta: ¿Y quién hizo a Dios? Solo hay dos respuestas posibles, si  Dios no tiene causa, como afirman algunos teólogos, el mundo tampoco necesita de una para existir. Y si Dios tiene causa, cavila el conferenciante, ¿quién diantre es esa entidad?

Argumento de la ley natural

A partir del siglo XVIII la influencia de la cosmogonía de Isaac Newton llevó al cristianismo a contemplar la mano divina en las leyes de la naturaleza. El caso que ilustra el ponente es revelador, la autoridad eclesiástica sostenía que los planetas giraban en torno al Sol por obediencia de Dios, quien diseñó la ley de la gravitación. Russell afirma que esas leyes naturales son convencionalismos humanos. En el mejor de los casos, insiste, no son más que una mera  descripción de cómo ocurren las cosas. Por ejemplo, un metro estelar sigue teniendo cien centímetros terrestres pero ello no implica que exista ley natural alguna. ¿Y por qué haría Dios unas u otras leyes? A esta pregunta los cristianos solo pueden responder con dos explicaciones. La primera, que la Divinidad es caprichosa. De ser así, sostiene Russell, el propio argumento de la ley natural se deshace, porque hay algo que se escapa a su ley. La segunda posibilidad, más ortodoxa, defiende que la intencionalidad divina es la razón. Russell se jacta que de ser certera esta apreciación, Dios no es más que un mero intermediario de una ley ajena y anterior y él.

El argumento del plan

Los teístas defendieron la idea de que el mundo está diseñado por Dios de la mejor manera posible para que todo ser humano pueda vivir en él. Si el mundo variase, soslayaban, dejaría de ser habitable. Russell ve ridículo este razonamiento, ya que con toda su omnipotencia y omnisciencia, la Divinidad ha sido incapaz de crear un mundo mejor.   

Los argumentos morales de la deidad

En Crítica de la razón pura, Kant desechó los tres argumentos anteriores, pero encontró uno que le encandiló, el de la moral, cuya popularidad se extendió durante el siglo XIX. Según Kant, no se podría distinguir el bien del mal sin la existencia de Dios. El filósofo galés sostiene que si Dios creó el mal, deja de ser una entidad bondadosa y por lo tanto no es un ser digno de alabanza. Y si por el contrario, bien y mal son independientes y anteriores a Dios, entonces se reincide en el problema de la divinidad pretérita a la que Dios está sujeto. Levantando la sonrisa cómplice del auditorio, Russell afirma compartir el criterio de los gnósticos, quienes defendieron con ahínco que el mundo lo hizo el Demonio durante un descuido de Dios.

El argumento del remedio de la injusticia

Los deístas consideraron que la existencia de Dios era necesaria para traer la justicia al mundo, tanto al terrenal como o al espiritual. El autor reflexiona acerca de las grandes injusticias que gobiernan la realidad, donde prospera lo malo y se pervierte lo bueno. De existir el Más Allá, afirma socarrón, también allí deben de imperar los mismos parámetros.

En adelante, el ponente dedica unos minutos contrarrestar el imaginario mesiánico de Cristo:

El carácter de Cristo.

El autor no comparte la opinión de que Cristo fue el mejor y más sabio de los hombres. Da pruebas fehacientes de que su discurso se parece al de otros hombres que le precedieron como Buda o Lao-Tse[2].

Defectos de la enseñanza de Cristo

Dejando de lado el problema de la existencia histórica, el filósofo analítico considera que el mensaje apocalíptico de Jesús, tal y como aparece en los Evangelios, supone el descreimiento de su figura.

El problema moral

Jesús predicaba el castigo eterno para aquellos que no creían en su doctrina o llevaban una vida pecaminosa. En Mateo 25:41 se lee «Apartaos de mí malditos; id al fuego eterno» y en Mateo 23:33 se observa con estupor como amedrenta a los escribas del templo con rudeza: «¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo podrán escapar de la Gehena?». Russell sostiene que el Jesús evangélico ni desprende sabiduría ni conviene objeto ser objeto de devoción.

El británico reserva las palabras más duras para la Iglesia organizada:

El factor emocional

Afirma que durante las épocas de mayor religiosidad, el ser humano ha cometido las mayores atrocidades. Todo paso por avanzar en la moralidad ha sido obstaculizado sistemáticamente por las instituciones eclesiásticas.

Cómo las Iglesias han retardado el progreso

Russell está convencido de que la moralidad de la Iglesia ha obligado a los hombres a padecer sufrimientos innecesarios e inmerecidos. Y eso se debe a que su ética, la ha construido a partir de un escaso número de reglas de conducta que no tienen nada que ver con la felicidad humana.

El miedo, fundamento de la religión

El ponente sostiene que la base de la religión es el miedo a la muerte. La Iglesia, compara, «es como el hermano mayor que viene a protegernos».

Bertrand Russell concluyó la exposición con una exhortación a construir un mundo mejor guiándonos por la inteligencia, en sus propias palabras:

«Toda nuestra concepción de Dios es una concepción derivada del antiguo despotismo oriental. Es una concepción indigna de hombres libres. Cuando en la Iglesia se oye a la gente humillarse y proclamarse miserablemente pecadora, etcétera parece algo despreciable e indigno de seres humanos que se respeten. Debemos mantenernos en pie y mirar al mundo de cara… Un mundo nuevo necesita conocimientos, bondad y valor; no necesita el pesaroso anhelo del pasado, ni el aherrojamiento de la inteligencia libre mediante las palabras proferidas hace mucho tiempo por hombres ignorantes. Necesita criterio sin temor y una inteligencia libre.»






[1] Russell, B. ¿Por qué no soy cristiano? Editorial Edhasa. Barcelona, 2007.
[2] 600 años antes de que el Galileo comenzase la prédica del Evangelio.

jueves, febrero 13, 2014

El señor de la guerra (1965)


Cartel original de la película (1965)

Director: Franklin J. Schaffner

Guión: John Collier y Millard Kaufman

Productora: Universal Pictures

Reparto: Charlton Heston (Crisagón), Richard Boone (Bors), Rosemary Forsyth (Bronwyn), Guy Stockewell (Draco), Maurice Evans (el cura), Niall McGinnis (el patriarca), James Farentino (hijo del jefe tribal), Henry Wilcoxon (Rey de Frisia).

Tras varias décadas al servicio del Duque de Normandía, Crisagón de la Cruz recibe un pequeño feudo en el confín nororiental del país sobre el que se ensaña una extraña rumorología. Cuentan los trotamundos que allí se han apeado, que tres despiadados jinetes (la peste, el paganismo y la espada) recorren a sus anchas los polvorientos caminos, desafiando a todos aquellos incautos que tratan de imponer su señorío.

Mayor que la impopularidad del lugar es el deseo de Crisagón por aposentar su dominio sobre un territorio al que llamar hogar, por lo que acepta sin titubeos la concesión ducal. A ello le empuja también la oportunidad de restaurar el honor de su familia, ya que la aldea limita con el Reino de Frisia, cuyo gobernante guarda una relación estrecha con los padecimientos pasados. Y es que Crisagón era todavía un niño cuando el Rey de Frisia capturó a su padre y exigió para su liberación el pago de un cuantioso rescate que arruinó la hacienda familiar.

A los pocos días de que el caballero normando asuma los mandos en la aldea surge la oportunidad de saciar su sed de venganza ya que los frisones perpetran una incursión dirigidos por el mismísimo caudillo. Crisagón y sus hombres se baten con gallardía y ponen en fuga a los invasores, pero entre los despojos no hay pista alguna de su rival, el rey ha salvado el pellejo. Lo que encuentran  es a un retoño de dicho pueblo, cuyos ropajes atestiguan alcurnia y al que toman como cautivo. Entre todos los asistentes, sólo el bufón se percata de qué el linaje de éste muchacho apunta a lo más alto del escalafón, ya que halla entre la maleza un colgante de oro que éste escondió al verse acosado. 

Tras el combate, la vida en el pueblo vuelve a su normalidad y entre los quehaceres cotidianos se anuncia el enlace entre el hijo del patriarca de la villa con una aldeana llamada Bronwyn que desentona con los lugareños, pues si estos son bajos, chatos y feos, la mujer es alta, de rostro sensual y de belleza principesca. Crisagón queda prendido al instante de aquella joven y se convierte en una malsana obsesión que es incapaz de controlar. Desairado consigo mismo y con la propia muchacha, que en un primer momento repele las arremetidas amorosas del caballero normando, recurre a las costumbres paganas y reclama el uso del derecho de pernada, que se consuma durante la primera noche tras los esponsales.

El jefe de la villa acata la ley a costa del pesar que le causa a su hijo. Le impone eso sí, la obligatoriedad de devolver la muchacha al alba pero cuando llega el momento crucial, Crisagón recurre a la fuerza y decide hacer de Bronwyn su mujer. El patriarca y su hijo se encolerizan y enardecen al pueblo hasta el punto de romper los vínculos de vasallaje que le atan al normando, declarándose una abierta hostilidad entre gobernados y gobernante. 

Aunque algunos aldeanos son partidarios del enfrentamiento directo, el jefe de la villa les convence de buscar ayuda exterior, dado que ellos son vulgares campesinos poco habilidosos en el manejo de las armas. Y mientras se preguntan cómo persuadir a los frisones entra en escena el bufón de Crisagón, quién airado con su señor deserta de su lado y se suma al bando villano. El guasón delata de la existencia del muchacho cautivo a los lugareños quienes obtienen el señuelo que anhelan.

Las suposiciones son certeras y el Rey de Frisia desembarca con una enorme hueste dispuesto a recuperar al vástago que daba por muerto. Primero tratará de hacerlo por las buenas, adelantándose él mismo hacía el torreón de Crisagón para exigir su devolución. Draco, el hermano del caballero normando, le insta a rechazar toda liberación sin un pago proporcional a su alcurnia y el combate se resuelve inevitable.

El primer ataque viene acompañado de la construcción de un sólido ariete que pone en aprietos a los defensores. Los frisones llegan los pies de la fortaleza e incendian la poterna, dejando al descubierto una obertura por la que adentran los más bravos. La situación rezuma gravedad pero el audaz sargento de armas, Bors, se las ingenia para acabar con la infernal máquina de asedio. Desciende por la torre del homenaje hacía el embarcadero y rescata una pequeña ancla de uno de los botes amarrados. Con su tesoro al hombro se enfila de nuevo por el torreón, no sin dificultades, pues algunos frisones se percatan de su presencia y le precipitan una incesante lluvia de flechas. Cuando llega a las almenas, lanza el garfio al ariete consiguiendo que quede bien sujeto a su armazón y la guarnición al completo, incluido el propio párroco de la villa, comienza a tirar de la cuerda hasta que la estructura cede, dándose por desbaratado el asalto.

En el segundo embate los frisones se refugian en la noche, sirviéndose de su oscuridad para ocultarse de las flechas de los defensores. Los normados parecen no atinar en aquellos blancos en movimiento, así que Crisagón y su fiel sargento de armas, Bors, se parapetan espada en mano en el recinto de la guardia desde dónde tratan de mantener a raya a los atacantes. Cuando la muchedumbre infesta la posición del caballero, desde las almenas de la torre, sus hombres comienzan a verter ollas de aceite hirviendo sobre los incautos asaltantes, que sólo van protegidos con improvisadas gavillas de heno. El fuego se extiende entre los asaltantes que una vez  más ponen pies en polvorosa.

El siguiente ataque se demora varios días, dando una primera sensación de agotamiento en ambos bandos. Los frisones han recibido más pérdidas, dado su situación de atacantes, pero en su bando no ha cundido el desánimo como sí lo ha hecho en el normando. Para estos desdichados la situación es tan desesperada que Crisagón encomienda a su hermano la suicida misión de atravesar las líneas enemigas en busca del socorro.

En el otro bando, trabajando codo con codo y de Sol a Sol, aldeanos y frisones erigen una temible torre de asedio. Sirviéndose de su superioridad numérica, forzarán a los normandos a combatir en dos posiciones, en lo alto del bastión y abajo, sobre el puente de acceso.

Los agresores avanzan a paso firme cubiertos por su soberbia torre de asedio, mientras las flechas de los sitiados se quiebran al chocar contra las pieles curtidas que actúan de parapeto. La batalla se entabla tal y cómo la ideó el caudillo frisón y las bajas comienzan a ser inasumibles para los normandos. Uno tras otro, los arqueros defensores se precipitan asaeteados desde sus barbacanas y se pierden en las pestilentes aguas del foso. Los que sobreviven lo tienen mucho peor, pues llega el cuerpo a cuerpo y la mortandad deviene espantosa. Normandos y frisones caen atravesados por el frío acero de sus espadas. La resistencia de los asediados se encuentra al límite cuando cae del cielo un proyectil incendiario que enmudece al campo de batalla.  Se trata de artillería pesada. Increíblemente, la misión de Draco se ha saldado con éxito y éste vuelve acompañado de un nutrido grupo de tropas ducales que consiguen romper el cerco y guarecerse en la torre del homenaje. 

Tras la euforia inicial, surgen las disputas en el bando normando. Draco, quién siempre se ha sentido ensombrecido por su hermano, ha convencido al Duque para asumir el mando, y se dispone a resolver el entuerto dando un ultimátum al Rey de Frisia para consumar el pago del rescate. A cada negativa, le amenaza, cercenará un miembro al príncipe. 

El honor de caballero obliga a Crisagón a defender la vida del muchacho. Colérico, Draco pierde los estribos y se precipita sobre su hermano dando espadazos a diestro y siniestro. Crisagón no ha tenido tiempo para dotarse de un arma, pero su ardor guerrero es muy superior al de su hermano, quién haraganeaba en la Corte del Duque, mientras él se batía a vida o muerte en situaciones dignas de pesadilla. En plena trifulca Crisagón le arrebata el puñal del cinto a su hermano, y con una instintiva estocada se la ensarta entre el peto y el espaldar, quedando despachado en breves minutos.

Crisagón siente una gran pesadumbre por los acontecimientos que se han sucedido desde su llegada a estas tierras impías y se decide a poner fin al conflicto. A lomos de su alazán, marcha hacía el campamento enemigo para parlamentar con su caudillo y sin exigirle rescate o condición alguna, le devuelve a su vástago, dejando atónitos a los frisones y conmocionando al viejo corazón del Rey, quien trata de premiar su magnanimidad ofreciéndole un título nobiliario y tierras en su patria. Crisagón titubea ante tal oferta, pero su fiel vasallo Bors le insta a aceptar, dado que en Normandía nada bueno deben esperar del Duque salvo el cadalso o la reclusión perpetua. Cuando el Duque se entere de qué ha matado a su hermano estará acabado. La única condición que exige Crysagon, es que le permita llevarse consigo a su amada Bronwyn lo que no supone ningún impedimento para el Rey.

El camino a los brazos de Bronwyn se hace para Crisagón una eternidad, pues su mente se debate entre la esperanza y el miedo. Al fin se reúnen y por primera vez se sienten dichosos al contemplarse el uno al otro. La tormenta deja paso a la claridad del día; pero es sólo un caprichosa ilusión del Hado, qué ya ha tejido su propio destino para ambos. El hijo del jefe tribal les acecha en la espesura del robledal dispuesto al desquite. Cuando los tiene al alcance, se abalanza  como un pantera sobre sus víctimas. Crisagón recibe una tajada que le desgarra el brazo derecho, dejándolo fuera de combate al instante. Luego se dispone a acabar con Bronwyn y blandiendo amenazante su ennegrecida hoz se abalanza sobre ella. Apenas un suspiro antes de descargar el golpe letal irrumpe Bors, quien arrolla con su caballo al campesino y lo empotra a un tronco descarriado.

Tanto Bronwyn como Crisagón han sobrevivido a la emboscada pero las heridas del caballero son tan graves que mantenerse erguido es ya todo un milagro. Bronwyn flaquea, pero el normando sin embargo le apremia a seguir adelante con su plan, ella también tiene que huir, ya que los aldeanos harán de ella su chivo expiatorio.

El instinto de supervivencia acaba imponiéndose y Bronwyn parte hacía Frisia, acompañado por el simpático cura. Impasibles y en dirección opuesta, Crisagón y Bors cabalgan sobre sus monturas hacía el futuro incierto de la Corte, dónde aplacarán la ira del Duque o caerán bajo el hacha de su verdugo.



jueves, febrero 06, 2014

El astrólogo y el sultán


Orhan, Pamuk. El astrólogo y el sultán. Editorial Edhasa. Barcelona, 1992.

Orhan Pamuk (Estambul 1952) creció en el seno de una extensa y adinerada familia en el distrito residencial de Nisantasi, la zona alta de la capital turca. De su juventud, recuerda el autor su pasión por el mundo artístico, sintiendo una gran inclinación por convertirse algún día en un reputado pintor. Su sueño se vio truncado a los 22 años cuando se impuso la necesidad de realizar unos estudios reglados, primero, en la Universidad Técnica de Istambul, donde dejó inconclusa la carrera de Arquitectura; y segundo en la Universidad de Estambul, donde se graduó en Periodismo. 

Orhan Pamuk ha dedicado toda su vida profesional a la literatura, rechazando cualquier otro oficio u ocupación. De toda su obra sólo una novela posee carácter político, Nieve (2002), en la que describe las tensiones habidas entre las distintas facciones[1] que se arrepliegan en torno a la ciudad fronteriza de Kars, situada en el noroeste de Turquía.

Su primer trabajo fue Cedvet Bey e hijos (1982). Cabe decir, que desde entonces, su obra ha cosechado decenas de premios de reconocido prestigio por el mundo entero, especialmente en el Continente, en países como Francia, Italia o Reino Unido. El último y más importante galardón fue la concesión del Premio Nobel de Literatura en el año 2006, convirtiéndose en la segunda persona más joven de conseguir dicha distinción y el único de nacionalidad turca.

Sus libros se han traducido a más de 46 idiomas, incluyendo idiomas minoritarios como el malayo, el checo o el danés. El cómputo total de ventas supera los 7 millones de ejemplares; siendo algunas de sus obras más representativas, aparte de las ya citadas, las siguientes: La casa del silencio (1983), El libro negro (1990) y Me llamo Rojo (1998).

El astrólogo y el Sultán (1985) fue la versión española de Beyaz Kale, cuya traducción literal es “El castillo blanco”, en alusión al color de la prisión de Sadik Pasha[2], dónde el protagonista del libro es confinado en cautiverio.

El propósito de la obra no es otro que acentuar como el retraso cultural de Oriente respecto Occidente supuso el predominio de éste último, por ello el autor sitúa la obra en la segunda parte del siglo XVII, punto de partida en la supremacía de la Europa del Atlántico sobre la del Mediterráneo. 

El espíritu científico de Occidente lo encarna a la perfección un astrónomo veneciano que es apresado por el Turco. Sus rudimentarios conocimientos de medicina le sirven para medrar en su reclusión pues comparado con los galenos musulmanes rivaliza con el mismo Maimónides.  De ésta manera, sus servicios son demandados primero por los guardianes, luego por el caíd y posteriormente por el propio  Pachá de la región. 

Con la gracia de éste último, el veneciano es asignado a la dotación de fuegos de artificios cuya dirección ostenta un ingeniero local que responde al nombre de Hoja. Hoja y el astrónomo gozan de un parecido físico más que razonable, tan sólo les diferencia el hecho de qué el cristiano va perfectamente afeitado mientras que el musulmán porta una barba poblada. Pero es lo único en lo que se semejan, ya que el erudito turco se rige por principios supersticiosos mientras que el europeo ya está imbuido de la racionalidad humanista. 

El impacto que el científico causa en Hoja lleva a que éste convierta con el paso de los años en su amo. El musulmán le pedirá al cristiano que le enseñe todo lo que sabe sobre astronomía, ingeniería, medicina, lengua y demás ciencias occidentales. Petición a la que accede el esclavo para ganarse la confianza de su señor, porque alberga esperanzas de que su afecto le brinde algún día la anhelada manumisión. 

Mientras más aprende Hoja del veneciano más rápido se desmorona su mundo, comprendiendo que es sólo cuestión de tiempo de que Ellos (los cristianos) impongan su hegemonía mundial. Todo sus intentos por traer la racionalidad a la Corte de Estambul se verán frustrados por su pueblo y sus gobernantes, que seguirán rigiéndose con leyes arraigadas en la costumbre y la irracionalidad. Prevé amargado como los días del Imperio Otomano llegarán pronto a su fin y él no dispone de los medios para evitarlo. 

La dirección opuesta es la que toma al científico veneciano, cuya privación de libertad le empuja a dejarse seducir por la opulencia del modus vivendi oriental, embelesado por las lisonjas hacía su persona y por los placeres veniales. Hoja y el veneciano se percatarán de que es imposible recuperar sus vidas y con el intercambio de  sus prendas asumirán también el lugar del otro en el mundo.

Los aspectos biográficos han sido consultados en el sitio oficial del autor: http://www.orhanpamuk.net/


[1] Islamistas, laicos, soldados y nacionalistas turcos y kurdos.
[2] Situada en el estambulita barrio de Gálata, al Norte del Cuerno de Oro.

miércoles, septiembre 11, 2013

El español y los siete pecados capitales


Díaz-Plaja, Fernando. El español y los siete pecados capitales. Círculo de Lectores. Barcelona, 1969.
  
Fernando Díaz-Plaja (Barcelona, 1918- Montevideo, 2012). Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Barcelona y Doctorado en Historia por la Universidad de Madrid. En el ámbito profesional se inició como lector de español en diversas ciudades europeas, como Milán, Bari o Heidelberg. Con el tiempo se convirtió en profesor universitario de literatura, desarrollando su labor por todo el continente americano, tanto en la zona de tradición anglosajona (Stanford, Santa Bárbara y Pennsylvania) como en el ámbito hispanoamericano (Puerto Rico y Rio de Janeiro).  Durante sus prolongadas estancias en el extranjero ejerció también de corresponsal para los diarios ABC y La Vanguardia. El reconocimiento cómo profesional de la información le sobrevino en el año 1992, con la concesión del premio al mejor artículo nacional José María Pemán. 

Su obra literaria resulta sencillamente abrumadora, habiendo publicado hasta 150 títulos en los que aborda gran variedad de géneros como el ensayo, la literatura, la historia, la biografía o el costumbrismo.

Apasionado viajero, se convirtió en un voyeur de lo folclórico; deleitándose con la observancia de los usos e inclinaciones de los pueblos que visitaba. En éste campo, se distinguieron los siguientes trabajos: La vida norteamericana (1955), El italiano y los siete pecados capitales (1970), El francés y los siete pecados capitales (1980), La vida cotidiana de la España romántica (1993),  El uruguayo los siete pecados capitales (2008).

Y de todos sus libros, El español y los siete pecados capitales (1966) fue el más celebrado, pues se mantuvo entre los primeros puestos durante los cuatro años siguientes a su publicación, lo que le encumbró al millón de ejemplares vendidos. 

La exaltación de los aspectos veniales del pueblo al que le tocó pertenecer se convierte en una sátira de los males que adolecían. Muchos españoles de hoy no se reconocerán en sus palabras, pero no sé debe olvidar el contexto histórico: el tardofranquismo y la obsesión tiránica del régimen por vindicar la supremacía española en cada momento y lugar[1]. La obra de Díaz-Plaja supuso por lo tanto un alivio para la razón, una llamada a la conciencia del pueblo español para que éste comenzase poco a poco a despertar tras décadas de languidecer cultural.  

Los conocimientos literarios e históricos y sus propias vivencias son la base de las reflexiones de Díaz-Plaja y sirve de ellas para enjuiciar el grado de incidencia de los pecados capitales[2] en el cliché nacional. Véase a continuación un breve esbozo de sus consideraciones:

Soberbia. El alemán hace uso de la expresión “orgulloso como un español” cuando quiere enfatizar en alguien dicho atributo. De Américo Castro, Díaz-Plaja recoge la hipótesis de qué la altivez del español sea una herencia islámica. La consecuencia funesta, resuelve, es que despierta en su carácter un individualismo abocado a la perdición. La historia pone numerosos ejemplos de dicha conducta,  como lo fue la emancipación de las Américas, prácticamente liderada por criollos[3] o sin tener que cruzar el charco, las tensiones habidas en el terreno patrio desde el momento mismo de la creación del Estado Moderno.
Avaricia. Díaz-Plaja no consideraba en modo alguno que el español tuviera un carácter avaro, más al contrario y connatural a los pueblos que viven bajo el umbral de la pobreza, compartía gustosamente lo poco que tenía.

Lujuria. La fijación por el sexo del español es obsesiva y constante. Ya desde tiempos remotos sus vecinos europeos se asombraron de su promiscuidad, que tiene su mayor exponente en el mestizaje surgido durante la Conquista. Díaz-Plaja halló en la laxitud de la moral católica la explicación a tal comportamiento. 

Ira. “De palabra áspera y amenaza pronta” así definía la convergencia del español a la provocación. Conocedor de más de siete idiomas, advertía como ninguna otra lengua tenía tanta violencia como la española[4]. El lector versado en historia patria reconoce prontamente como las guerras fratricidas jalonan nuestra historia.

Gula. Aquí el autor hace una distinción entre el español rico y el pobre. Las clases gobernantes siempre se jactaron de su opulencia, de las que el apetito era un signo de ostentación más. El pueblo llano no disponía de viandas para yantar.

Envidia. Díaz-Plaja, como otros tantos literatos, era de los que arriesgaba por el origen español de Caín. Se lamentaba de que el morador de la Piel de Toro fuera incapaz de admirar a alguien si con ello no podía odiar a un tercero[5]. Una animadversión que se incrementaba cuando el detestado se trataba de un compatriota. Díaz-Plaja meditaba cómo hiciera un siglo antes el poeta catalán Joaquím María Bartrina: “Si habla mal de España, es español”.

Pereza. La ociosidad del español es proverbial. El autor considera que la geografía y las costumbres gastronómicas influyeron notablemente en su raigambre.  Algo debe de haber de cierto, indica el autor, cuando en España el trabajo manual fue considerado un deshonor hasta tiempos de Carlos III.


[1] Los pueblos que anteponen lo propio sobre lo foráneo por puro narcicismo sólo hacen gala de su escaso refinamiento.
[2] Seleccionados por Gregorio Magno, pontífice romano entre los años  594 y 604 dC, quien toma prestado de Evragio Póntico (s.IV) y Juan Casiano (s.V) la consideración de los pecados. Póntico y Casiano añadían tres vicios más a sus listas: la tristeza, la vanagloria y la ebriedad, sólo que esta última no la distinguían de la gula. San Gregorio Magno  prescindió de ellas y se decantó por limitar la lista a los siete pecados de hoy: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza.
[3] Hijos de peninsulares e inclusive naturales de España, como lo fue don José Tomás Boves.
[4] En aquellos tiempos todavía pervivía aún más que hoy la crudeza del lenguaje, fruto de la inmediatez de la guerra.
[5] Cita ejemplos de odio viscerales en el mundo taurino, por ser el deporte rey en aquellos momentos.